Alberto Fernández, CEO de Change.Cosmetics
Durante décadas, el agua ha sido uno de los ingredientes más comunes en cosmética. Presente en la mayoría de productos, suele encabezar la lista INCI y, en muchos casos, puede llegar a representar hasta el 80 % del total de la fórmula. Su uso ha sido asumido como algo natural e incuestionable. Sin embargo, en un contexto marcado por la emergencia climática y la creciente presión sobre los recursos naturales, cabe preguntarse si este modelo sigue siendo viable —o responsable— a largo plazo. Porque el agua no es un recurso ilimitado.
Según Naciones Unidas, más de 2.000 millones de personas ya viven en países con escasez hídrica. Y la previsión es clara: esta cifra aumentará de forma significativa en los próximos años si no se toman medidas urgentes. Aunque la industria cosmética no sea la principal responsable de este consumo, sí forma parte del engranaje y, por tanto, tiene un papel que desempeñar en la transformación hacia un uso más consciente de los recursos, tanto en las fórmulas como en los procesos de producción.
En este escenario, surge una alternativa cada vez más relevante: sustituir el agua purificada —de valor neutro a nivel cosmético— por ingredientes activos que no solo tengan menor impacto ambiental, sino que además aporten beneficios reales a la piel. Uno de los más destacados es el jugo de aloe vera ecológico, una base vegetal con propiedades bioactivas que empieza a consolidarse como una opción sostenible y funcional en muchas formulaciones cosméticas.
A diferencia del agua, el aloe vera no se limita a diluir o vehicular activos: actúa como ingrediente en sí mismo. Es hidratante, calmante, antioxidante y regenerador. Su uso permite enriquecer la fórmula desde el primer ingrediente, elevando la eficacia global del producto. Además, su cultivo —especialmente si es ecológico y de origen responsable— puede suponer un menor consumo de agua frente a la que se emplearía en la purificación, tratamiento y uso directo de agua desmineralizada en laboratorio.
Este planteamiento invita a reformular desde otra perspectiva: ¿por qué recurrir a un ingrediente inerte si es posible incorporar una base activa que potencie los resultados y, al mismo tiempo, ayude a reducir el impacto medioambiental? Por supuesto, esta evolución no está exenta de desafíos. Implica repensar los procesos, estudiar la estabilidad de las fórmulas, revisar costes, adaptar cadenas de suministro e incluso afrontar barreras normativas. Pero ya son muchos los laboratorios, formuladores y marcas independientes que están abriendo camino en esta dirección. Lo hacen no por una cuestión de marketing, sino por convicción: porque la sostenibilidad no puede limitarse al envase o al discurso —debe empezar en la fórmula.
Hoy, más que nunca, el consumidor es exigente, informado y consciente. Y la industria cosmética no puede ignorar los grandes retos globales que tiene por delante: la sequía, el cambio climático, la sobreexplotación de recursos...
En este contexto, cabe una pregunta tan simple como urgente: ¿Tiene sentido seguir formulando como hace 20 años? Y si la respuesta que damos es no, entonces: ¿a qué esperamos para empezar a cambiarlo?